a la memoria de mi hermano Amadeo
Fueron testigos los muros de la casa
de las tardes en que cincelaste tu niñez
y pusiste en tus ojos los colores
que habrían de teñir, indelebles, tu destino.
No tuviste que emprender los viajes
que nos impone el desamparo, tu mirada
alcanzó todas las distancias, adentro
de esos muros comenzaba el mundo.
Allí te vimos sostener el tiempo
metido en un frasco de cristal,
en las vibrantes alas de una mariposa.
Éramos los huéspedes de la posibilidad,
obreros de nuestra memoria
trazamos un cíngulo de sangre
intentando resguardar a la inocencia:
gotas de agua sobre un columpio en el estío.
Tránsfugas del orden, una noche
llevamos nuestros diez años a dormir
al lugar de los arroyos, tendidos
en el vientre de una hamaca nos hallaron
y volvimos, simples y felices,
a la casa de todos, a jugar con los duendes
que en el rostro de mamá se dibujaban.
Rígida la memoria se detiene en esos días
cuando tú eras el héroe,
príncipe de las canchas y los llanos,
siempre corrí para alcanzarte y nunca pude.
Nunca gané, nunca pude tocarte
y testificar tu encantamiento,
tal vez porque no eras de este mundo,
de haberlo conseguido
me hubiera vuelto estatua, grano de sal, azogue.
Verte correr, mirar tus pies alados por la dicha
es suficiente ahora. Esa niña te amó tanto
como yo, que ahora destejo los recuerdos.
Quiero contarte que la casa de la infancia
es demasiado grande, no sé dónde buscar
tu rifle de madera para dispararle a la estupidez,
al horror de ser hombres:
aunque a veces hay luciérnagas
que alumbran el jardín,
ya no preside la veranda
el sagrado corazón que nos cuidaba,
se nos rompió a fuerza de golpearlo,
muchos años después las manos de tu hijo
intentan darle forma. Nuestro perro está muerto
y no encuentro el cofre donde guardaste
el silencio con que conversaron.
Se entretejen allí otros silencios
y otras voluntades. Ya no nos pertenecen la casa
ni sus huéspedes, las hormigas devoraron
la belleza. Ahora tenemos deudas,
enfermedades, hijos que no son nuestros,
el tiempo circular toca sus puntas
y anuda definitivamente en su incomprensible redondez.
Yo te ofrezco mis brazos para cuidar tu sueño.
Dios estuvo buscándote, te encontró
donde habías estado siempre: contigo,
desprevenido acaso, sabiendo que tu dios
alguna vez vendría.
El mundo entero se cubrió de polvo,
en los ojos de los niños, polvo;
en la baba del demonio, polvo;
en el sol que se caía, polvo.
Tú, el despierto, te diste tiempo de soñar,
te ibas, la ceremonia de morirte duró poco,
¿quién sabe cuánto?, el tiempo
es una espada en las entrañas.
¿Por qué sacrificarte? El silencio
es cielo que me aplasta. Se asfixia
en un instante el universo y se rompe
para dejarnos ver el rostro del infierno.
¿Por qué no me deja el amor reconocerte
en la respiración del aire, en las violentas
flores del sepulcro que te ciñe?
Hace falta que nombres las cosas esenciales,
repetirlas mil veces, aprendernos tus gestos
de memoria, darle al vacío tu rostro
y tu voz a la noche, que se está devorando
la esperanza. Hace falta que seas como fuiste:
un hombre bueno.
¿Cómo será morirse, desprenderse
del invento que somos, dejaremos
de amar, perdonaremos?
La palabra, la dulcísima tez de la palabra
nunca sabrá del júbilo con que el silencio
te acaricia. No puedo resignarme.
Quiero atarme al relámpago,
hundirme en la ceniza,
beberme el agua de tu muerte,
morirme de tu muerte.
¿Por qué no pudimos detener
a las hormigas?